Crónica de Mario Vargas Llosa publicada hoje no jornal El País:
En aquella cena, hace ya varios años, me sentaron
junto a una señora de edad que cubría sus ojos con unos grandes anteojos
oscuros. Era amable, elegante, hablaba un francés exquisito y, pese a que hacía
grandes esfuerzos por disimularlo, en todo lo que decía y opinaba se traslucía
una enorme cultura. Sólo a media cena advertí, por las grandes precauciones con
que manejaba los cubiertos, que era ciega o, cuando menos, que su visión era mínima.
Sólo después de despedirnos, averigüé que Jacqueline de Romilly era una gran
helenista, catedrática de griego clásico en la École Normale y en la Sorbona,
la primera mujer en ser elegida miembro del Colegio de Francia y una de las
pocas representantes del género femenino en la Academia Francesa.
El primer libro suyo que leí, Pourquoi la Grèce?,
me deslumbró tanto como su persona. Aunque lo que dice y cuenta en él ocurrió
hace 25 siglos, es de una extraordinaria actualidad y su lectura debería ser
obligatoria en estos días para aquellos europeos que, espantados con lo que está
ocurriendo en Grecia, su deuda vertiginosa, su anarquía política, su
empobrecimiento pavoroso y la ascensión de los extremismos fascista y comunista
en sus últimas elecciones, creen que la salida de ese país de la moneda única,
e incluso de la Unión Europea, es inevitable y hasta necesaria.
El libro cuenta cómo la joven Jacqueline leyó en sus años
escolares a Tucídides y cómo la impresión que hizo en ella uno de los dos
fundadores de la disciplina histórica (con Heródoto) orientó su vocación a los
estudios de la Grecia clásica, a la que dedicaría su vida. El ensayo pasa
revista, de manera clara, entretenida y profunda —rara alianza para una
especialista— a ese milagroso siglo V antes de nuestra era en el que la
historia, la filosofía, la tragedia, la política, la retórica, la medicina, la
escultura alcanzan en Grecia su apogeo y sientan las bases de lo que con el
tiempo se llamaría la cultura occidental. Homero y Hesíodo son bastante
anteriores al siglo V, desde luego, y hay artistas, pensadores y comediógrafos
posteriores a ese marco temporal. El ensayo no vacila en retroceder o avanzar
para incluirlos en el legado griego, aunque el grueso de lo que llama “una
visita guiada a través de los textos” se concentra en ese pequeño período de
100 años en que en el reducido espacio del mundo heleno hay como una eclosión
frenética, enloquecida, de creatividad en todos los dominios del espíritu, con
ideas, modelos estéticos, patrones intelectuales, inventos y descubrimientos,
gracias a los cuales la civilización del logos tomaría una distancia
decisiva respecto a todas las otras culturas del pasado y de su tiempo y, sin
pretenderlo ni saberlo, cambiaría para siempre la historia del mundo.
Jacqueline de Romilly muestra que en Grecia nacieron,
o cobraron una realidad y dinamismo que nunca tuvieron antes en la vida social
de pueblo alguno, los factores determinantes del progreso humano, como la
democracia, la libertad, el derecho, la razón y el arte emancipados de la
religión, las nociones de igualdad, de soberanía individual, de ciudadanía, y
una manera absolutamente nueva de relacionarse el hombre con el más allá y con
los dioses, además, por supuesto, de una idea de la belleza y de la fealdad, de
la bondad y la maldad, de la felicidad y la desdicha, que, aunque con los
inevitables matices y adaptaciones que ha ido imponiéndoles la historia, siguen
vigentes.
Maravilla que un pueblo tan pequeño y tan poco
cohesionado políticamente, hecho de unas cuantas ciudades y colonias repartidas
por Europa y el Asia Menor, que conservaban un enorme margen de autonomía entre
ellas, un pueblo tan instintivamente reticente a conformar un imperio, a
practicar el imperialismo y a someterse a la prepotencia de un tirano (como
hicieron todos los otros) haya sido capaz de dejar en la historia de la
humanidad una huella tan honda, tan presente todavía tantos siglos después, en
tanto que casi todos los otros grandes imperios o civilizaciones —los persas y
los egipcios, por ejemplo— sean ahora sobre todo, sin olvidar ninguna de sus
maravillas, piezas de museo.
No fue un accidente, ni obra del azar, hubo razones para
ello y el libro de Jacqueline de Romilly las hace desfilar ante nuestros ojos
con la misma desenvoltura, belleza y elegancia con que su conversación me
hechizó a mí aquella noche. Los diálogos socráticos y platónicos, además de una
manera de filosofar, nos explica, enseñaron a los seres humanos que conversar,
hablar en grupo, es una manera más civilizada y ética de convivir que dando órdenes
u obedeciéndolas, una forma de la comunicación que reconoce o establece de
entrada una igualdad de base, una reciprocidad de derechos, entre los
interlocutores. Así fue surgiendo la libertad, desanimalizándose el hombre,
naciendo de verdad la humanidad del ser humano.
Esta demostración en Pourquoi la Grèce? no
aparece como un discurso abstracto, sino a través de comentarios y de citas
literarias, porque, como su autora no se cansa de repetirlo, todo aquello que
constituye una cultura está esencialmente representado en sus obras literarias,
y la verdadera crítica es aquella que escudriña la poesía, la narrativa, el drama,
los ensayos que una sociedad produce en busca de esas verdades recónditas que
alimentan su imaginación e impregnan las aventuras y los personajes a que sus
artistas dieron vida para aplacar la sed de absoluto, de vivir otras vidas, de
sus gentes.
“Sin saberlo, respiramos el aire de Grecia a cada
instante”, dice en una de sus páginas. No es la menor de las paradojas que los
griegos, que nunca conquistaron a pueblo alguno y sólo combatieron en defensa
de su libertad, hayan dominado luego discretamente al mundo entero, empezando
por Roma, cuyas legiones creyeron apoderarse de Grecia sin esfuerzo, cuando, en
verdad, sería el pueblo vencido el que terminaría por infiltrarse en la mente,
el espíritu y hasta la lengua del conquistador. (El ensayo revela que, durante
buen tiempo, fue de buen gusto entre las familias romanas contemporáneas de
Cicerón y de Virgilio hablar en lengua griega).
Es verdad que la Grecia de nuestros días es muy
distinta de aquella donde se construyó el Partenón, en la que peroraba Solón y
esculpía Fidias sus estatuas. En los 25 siglos intermedios su pueblo ha
experimentado acaso más infortunios y catástrofes que la mayoría de los otros:
guerras externas e internas, ocupaciones que por siglos acabaron con su
libertad, tiranías y segregaciones que varias veces amenazaron con
desintegrarla. Esta mañana leo en el International Herald Tribune una
espeluznante descripción del estado de su economía, los grotescos privilegios
de que han gozado en todos estos años sus armadores, banqueros y empresarios más
prósperos, exonerados de pagar impuestos, y las fortunas que han fugado y
siguen fugando del país hacia Suiza y los paraísos fiscales más seguros del
planeta, en tanto que el pueblo griego se sigue empobreciendo, viendo encogerse
sus salarios o pasando al paro, a la mendicidad y al hambre.
Ante este panorama, lo que debería sorprender no es
que muchos griegos hayan votado en las últimas elecciones por nazis y extremistas
de izquierda; sino, más bien, que haya todavía tantos griegos que sigan
creyendo en la democracia, y que las encuestas para la próxima elección señalen
que los partidos de centro izquierda, centro y centro derecha, que defienden la
opción europea y aceptan las condiciones que ha impuesto Bruselas para el
rescate griego, podrían obtener la mayoría y formar gobierno.
Mi esperanza es que así sea porque, simplemente,
Grecia no puede dejar de formar parte integral de Europa sin que ésta se vuelva
una caricatura grotesca de sí misma, condenada al más estrepitoso fracaso.
Europa nació allá, al pie de la Acrópolis, hace 25 siglos, y todo lo mejor que
hay en ella, lo que más aprecia y admira de sí misma, incluyendo la religión de
Cristo —una de las páginas más hermosas del ensayo de Jacqueline de Romilly
explica por qué buena parte de los Evangelios se escribieron en lengua griega—,
así como las instituciones democráticas, la libertad y los derechos humanos
tienen su lejana raíz en ese pequeño rincón del viejo continente, a orillas del
Egeo, donde la luz del sol es más potente y el mar es más azul. Grecia es el símbolo
de Europa y los símbolos no pueden desaparecer sin que lo que ellos encarnan se
desmorone y deshaga en esa confusión bárbara de irracionalidad y violencia de
la que la civilización griega nos sacó.
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