terça-feira, 23 de agosto de 2011

Meu querido mês de Agosto

Foto de Baden Baden (estância termal alemã)

Há uns anos, ouvi António Alçada Baptista dizer na rádio, numa das suas crónicas, que tinha encontrado um amigo em Lisboa, em pleno mês de Agosto e como resposta ao seu comentário lamentando que esse seu amigo não tivesse ido de férias, obteve como resposta a revelação de um segredo: "Lisboa, em Agosto, sem a família, é melhor do que Baden-Baden”.

A felicidade está mais perto do que geralmente julgamos.

segunda-feira, 22 de agosto de 2011

Pigmalião

"Pigmalião e Galateia" - Pintura a óleo sobre tela da autoria de Jean Louis François Lagrenée (1724-1805)

Pigmalião - rei de Chipre e escultor - desiludido com as mulheres que conhecera, esculpiu a mulher ideal. A figura esculpida era tão bela que Pigmalião se apaixonou por ela. Implorou, então, a Afrodite que a transformasse numa mulher real. Afrodite deu vida à escultura e Pigmalião casou com ela, com Galateia.
Baseado neste mito grego, Bernard Shaw (1856-1950) escreveu a peça Pigmalião que conta a história da vendedora ambulante de flores Lisa Doolittle que o Prof. Higgins reeducou para que se pudesse fazer passar por uma senhora da alta sociedade (o filme My Fair Lady baseia-se nesta peça de Bernard Shaw).

“Veja, a verdade é que, à parte aquilo que qualquer um pode perceber (a maneira de vestir, a forma correta de falar e por ai vai), a diferença entre uma dama da sociedade e uma florista não é como ela se comporta, mas como é tratada. Sempre serei uma florista para o professor Higgins porque ele sempre me trata como uma florista e sempre me tratará assim, Mas sei que sou uma dama para você porque você sempre me trata como uma dama e sempre me tratará assim.” (excerto de Pigmalião de Bernard Shaw)

Em Psicologia, designa-se por "Efeito Pigmalião", a grande influência que as expectativas exercem sobre o desempenho das pessoas.

segunda-feira, 15 de agosto de 2011

Borges entre señoras, por Mario Vargas Llosa

Texto publicado no jornal La Republica de ontem:

Entre 1936 y 1939 Borges tuvo a su cargo la sección de libros y autores extranjeros de El Hogar, un semanario bonaerense dedicado principalmente a las amas de casa y la familia. Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí reunieron una amplia antología de estos textos que publicó Tusquets en 1986 con el título Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939).

No conocía este libro y acabo de leerlo, en Mallorca, donde Borges, en cierto modo, hizo su vela de armas literaria poco después de terminar sus estudios escolares, en Ginebra. Aquí escribió versos vanguardistas, firmó manifiestos, se vinculó a un grupo de poetas y escritores jóvenes de la isla, en una actividad intelectual intensa pero que poco dejaba adivinar de la trayectoria que tomaría su obra posterior. No sé por qué me había hecho la idea de que sus notas y artículos en El Hogar, serían, como aquellos escritos mallorquinos de su juventud, testimonios de una prehistoria literaria sin mayor vuelo, meros antecedentes de la futura obra genial.

Me llevé una gran sorpresa. Son mucho más que eso. No sé si la selección, que parece haber sido hecha sobre todo por Sacerio-Garí –el libro apareció cuando Rodríguez Monegal había fallecido–, eliminó todos los textos de mera circunstancia y poca significación, pero la verdad es que esta antología es soberbia. Revela a un escritor dueño de un estilo cuajado y propio, enormemente culto, con un punto de vista que le permite opinar sobre poesía, novela, filosofía, historia, religión, autores clásicos y modernos y libros escritos en diversos idiomas, con absoluta desenvoltura y, a menudo, notable originalidad. Un colaborador que semanalmente comentara la actualidad literaria mundial con la lucidez, el rigor, la información y la elegancia con que lo hacía Borges en El Hogar, hubiera dado un gran prestigio a las más exigentes publicaciones intelectuales de los considerados entonces los ejes culturales de la época, como París, Londres y Nueva York. Que estos textos aparecieran en una revista porteña dedicada a las amas de casa dice mucho sobre la probidad con que su autor encaraba su vocación, y, también, desde luego, sobre los altos niveles culturales que lucía la Argentina de aquellos años.

Una de las rarezas de estos textos es que Borges se ha leído de principio a fin los textos que reseña, se trate de la voluminosa traducción de Las mil y una noches de sir Richard Burton, los ensayos sobre la mitología primitiva de sir James George Frazer o las novelas de Faulkner, Hemingway, Huxley, Wells y Virginia Woolf. Todo lo analiza y comenta con la seguridad que solo confiere el conocimiento. Cuando la oscuridad del libro es más fuerte que él, como le ocurre con el Finnegans Wake de James Joyce, lo confiesa y explica las posibles razones de su fracaso de lector. No hay uno solo de estos comentarios que dé la impresión de haber sido elaborado de cualquier manera, para cumplir, sin dar mayor importancia a un trabajo que sabía pasajero, superficial y olvidable. Nada de eso. Incluso las pequeñas notitas de pocas frases que aparecían a veces al pie de su página bajo el rubro De la vida literaria son una delicia de leer, por su ironía, su gracia y su inteligencia.

En los años en que colabora en El Hogar Borges publica ya un libro importante, Historia universal de la infamia, pero todavía no ha escrito ninguno de sus grandes cuentos, poemas o ensayos a los que deberá luego su fama. Sin embargo, ya había en él un talento fuera de lo común para leer y opinar sobre lo que leía, y una visión del mundo, de la cultura, la condición humana, del arte de inventar ficciones y de escribirlas que dan a todos estos textos un denominador común, de partes de un todo compacto. Lo primero que resalta en ellos es la curiosidad universal que guía sus lecturas, la de un lector que es ciudadano del mundo, pues se mueve con la misma soltura leyendo a Paul Valéry en francés, a Benedetto Croce en italiano, a Alfred Döblin en alemán y a T. S. Eliot en inglés. Y, lo segundo, la claridad y la fuerza persuasiva de una prosa donde hay casi tantas ideas como palabras y un esfuerzo permanente para no decir nada que no sea absolutamente indispensable respecto a lo que se propone decir. Cuentan que Raimundo Lida, en sus clases de Harvard, recordaba siempre a sus alumnos: “Los adjetivos se han hecho para no usarlos”.

Borges es famoso por sus adverbios y adjetivos (“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”), pero, justamente, lo es porque nunca abusa de ellos, porque estallan de pronto en sus frases como una aparición insólita y espectacular, que redondea una idea, abre una inesperada dimensión a la anécdota, trastorna y desbarajusta lo que hasta entonces parecía la dirección de un argumento. La riqueza de estas reseñas, comentarios o microbiografías está en la precisión y concisión con que fueron escritas: nunca parece faltar ni sobrar nada en ellas, todas gozan de aquella autosuficiencia que tienen los buenos poemas y las mejores novelas.

A veces, un párrafo de pocas frases le basta a Borges para resumir el juicio que le merece toda la vasta obra de un autor, como Samuel Taylor Coleridge: “Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago solo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios”. La opinión es muy severa y acaso injusta. Pero, no hay duda, quien la formula de ese modo sabe lo que dice y por qué lo dice.

A veces, en los perfiles biográficos, hay verdaderas maravillas descriptivas, como este boceto físico del historiador Lytton Strachey: “Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para mayor recato, era afónico”. No es raro que un elogio vaya acompañado de un mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de León Feuchtwagner –El judío Suess y La duquesa fea– añade: “Son novelas históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-à-brac que hace intolerable ese género”.

No hay en el Borges que escribe estos sueltos y artículos la menor concesión hacia el público de una revista que no era ni especializado en literatura ni, en su gran mayoría, lo suficientemente culto como para poder apreciar en todo su valor las opiniones y elogios o admoniciones de que estaban impregnados sus artículos. Escribe como si se dirigiera a los más exquisitos y refinados lectores de la tierra, dando por supuesto que todos lo entenderían y aprobarían o desaprobarían sus juicios de igual a igual. Y, pese a ello, no hay en estas páginas arrogancia ni pedantería, esos desplantes detrás de los cuales se disimulan casi siempre la ignorancia y la vanidad. Son textos en los que, a pesar de su brevedad, el autor se juega a fondo, desnudándose de cuerpo entero, mostrando sus manías, fobias, filias, anhelos íntimos. Los autores que frecuentará toda su vida con admiración y lealtad desfilan por sus páginas, Schopenhauer, Chesterton, Stevenson, Kipling, Poe, los cuentos de Las mil y una noches, así como su debilidad por el género policial, a muchos de cuyos cultores, Chesterton, Ellery Queen, Dorothy L. Sayers y Georges Simenon, dedica artículos. Temas recurrentes de sus ficciones y ensayos, como el tiempo y la eternidad, asoman en las observaciones que consagra a la obra de teatro de J.B. Priestley El tiempo y los Conways y a Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, a quien dedicaría también en otra ocasión un largo ensayo. Y, por supuesto, la fascinación que ejerció siempre sobre él la literatura oriental está presente en los comentarios a libros chinos como Historia de la orilla del agua, una antología de cuentos fantásticos y folklóricos de ese país hecha por Wolfram Eberhard y la japonesa The Tale of Genji de Shikibo Murasaki.

Textos cautivos constituye un magnífico panorama de lo que era la actualidad literaria de fines de los años treinta en el mundo occidental, época de una fulgurante creatividad en todos los géneros, la de Eliot, Joyce, Breton, Faulkner, Woolf, Mann, en la que la experimentación formal, la revisión del pasado reciente y clásico, las polémicas sociopolíticas y culturales trazaban una frontera entre dos épocas. Es fascinante que acaso nadie dejara un testimonio más agudo y sutil de toda la efervescencia de ideas, formas y creaciones literarias de aquellos años, que un (todavía) oscuro escribidor de los confines del mundo, en la página semanal que llenaba en una revista de amenidades concebida para hacer más llevadera la rutina de las amas de casa.

domingo, 14 de agosto de 2011

Criados de café: gorjeta ou ordenado?

Este é o título de um artigo, com chamada de capa, publicado na revista Flama de 6 de Outubro de 1961. Um título bem datado. Criados de café! Era essa a designação corrente há 50 anos. Era assim nos "bons velhos tempos". Claro que eram bons para alguns - poucos. O artigo revela que, nessa época, a situação habitual era a ausência de ordenado dos empregados de café. Viviam das gorjetas. O jornalista coloca a gorjeta ao nível da esmola. Longe estavam os tempos em que foi estabelecido o ordenado mínimo nacional!
1961 foi o ano em que se iniciou, em Angola, a guerra colonial. Procurei em toda a revista alguma referência ao assunto. O que encontrei foi apenas esta frase: "Por cá, vai haver eleições, o Presidente da República vai a Espanha, está acesa a luta para o Campeonato Nacional de Futebol, o Teatro volta timidamente, as ruas enchem-se mais, acalma a luta em Angola". Acesa estava a luta no futebol; em Angola a situação estava calma. Esclarecedor! É preciso não esquecer que havia Censura / Exame Prévio.

sábado, 13 de agosto de 2011

Homenagem a Eduardo Lourenço

Eduardo Lourenço foi homenageado em S. Pedro de Rio Seco (Almeida) no dia 6 de Agosto de 2011.

Nessa ocasião, a intervenção de Guilherme d'Oliveira Martins foi a seguinte:

UMA HETERODOXIA FECUNDA

Celebrar é pôr em comum o que desejamos partilhar e com Eduardo Lourenço é a força da palavra, das ideias, da fecundidade do pensamento que desejamos enaltecer. Celebrar provém do grego «kele», que significava a marca dos barcos na água, tendo depois passado a referir o trilho da gente nos caminhos. Celebra-se o movimento (daí célere) e a palavra é o meio por excelência para representar o que tem vida. E podemos citar Montaigne, sempre ele, a propósito de quem cultiva o ensaio como método de interrogação e de exercício permanente da dúvida: «Je n’enseigne pas, je raconte». E é esse contar, esse dizer, esse encontrar o fio de Ariadne, esse celebrar que nos leva a entender o mundo, o acontecimento como nosso mestre interior, a vida e as pessoas, que encontramos no heterodoxo por método e atitude, por persistente desejo de partir da interrogação e da crítica para tentar chegar a busca insistente da verdade. E o que é um heterodoxo? É alguém que procura entender o mundo como resultado de vários caminhos e de várias influências. O uno e o múltiplo completam-se absolutamente.

A obra do nosso homenageado é fascinante, uma vez que procura sempre pôr-se no outro lado, assumindo individualmente a missão, que aprendeu do já citado Montaigne, de partir do eu, do incómodo eu, para o outro. E um heterodoxo lúcido é quem procura mais luz, para poder perceber as diferenças, as particularidades e a universalidade do ser.

Eduardo Lourenço é um cultor de paradoxos, ciente de que a cultura se enriquece pela capacidade de ver o mundo do avesso e de olhar para além das aparências. «É a vida mesma que nos biografa – por isso é a nossa vida – e escrevendo-se em nós nos autobiografa sem que a ninguém, salvo essa vertiginosa musa, possamos imputar tão extraordinária façanha». Com um dom de usar as palavras para melhor as adequar ao mundo da vida, o ensaísta não esconde que a essência do género que cultiva, tem a ver com a confissão na primeira pessoa do singular. «Nisso quem está a menos, somos nós, e a vida tão excessivamente a mais que só a conhecemos por nossa nos intervalos em que a temos como se de outro fosse. Só os outros nos tiram retratos e só a coleção aleatória destas vistas ocasionais dos outros sobre nós ocasionalmente arquivadas, se isso valesse a pena, para termos mais tarde e acabada a vida que não nos tem, seria então um “auto-retrato”». Em tempos, um grafólogo identificou na escrita do ensaísta «uma excessiva necessidade de outros», e o próprio, paradoxalmente, comparou-se a Judas que precisava desesperadamente de Jesus Cristo.

E aqui se sente o heterodoxo, incapaz de se deixar ficar ora na leitura racional e positiva dos acontecimentos, ora na tentação mítica ou ilusória das explicações das pessoas e do mundo. Em S. Pedro de Rio Seco está a origem dessa atitude de dúvida e de espanto. «Nós falamos sempre de nós nos textos, mas nuns mais do que noutros. Tenho consciência de que tudo me é pretexto para não falar de mim. Ou seja: para falar incessantemente de mim. É por isso que a minha escrita é lírica e passional» (JL, 6.12.86). E assistimos a uma espécie de jogo da cabra-cega em que somos e não somos e em que nos preocupamos em descobrir o mundo na perseguição dos outros. E deparamo-nos com a procura do «outro que era eu» - que vem das entranhas da terra, desta raia longínqua, aonde Eduardo regressa como um espectro de si mesmo, ou como um fantasma benigno de quem tanto gostamos. «Noutras terras os relógios das torres marcaram outro tempo. O nosso era um tempo sem tempo, alegoria a uma eternidade onde tudo quanto importava já tinha acontecido» (Público Magazine, 21.4.96). E é esse tempo sem tempo que leva Eduardo Lourenço a dizer que tudo era verdade na sua aldeia, mesmo a mentira - «três mil anos de herança», desde o neolítico. «Nunca saí desta idade média onde todas as coisas, todas as vozes, todos os rostos eram naturais» (JL, 13.4.94).

«A saída dessa aldeia foi a saída para o mundo exterior, a saída sem regresso». E a Guarda, primeiro destino, tornou-se como se fora Nova Iorque, o sinónimo do mundo – esse mundo que Thomas Mann representou na «Montanha Mágica» e que encontramos em Vergílio Ferreira. E essa adolescência vivida com naturalidade pôde assemelhar-se ao sublime. Afinal, «a interioridade é também um mito porque estávamos sempre no exterior de nós próprios» («25 Portugueses», 1999). Depois, vieram Lisboa e o Colégio Militar. Lisboa era o sítio ideal para acreditar que as caravelas continuavam a existir. E Eduardo Lourenço fez dessa experiência singular um modo de olhar a vida. Como em tudo, tira a boa lição, define distâncias, e avança para Coimbra cheio das ilusões dos dezassete anos. Na biblioteca, encontra Nietzsche, continua com Kierkegaard, entusiasma-se com Hegel e estuda Husserl. Joaquim de Carvalho e Sílvio Lima tornam-se referências que o marcam pelas ideias, pela atitude, pelo sentido crítico. Eugénio de Andrade encontra-o e lembra-o com Carlos de Oliveira («foi o Carlos que me apresentou o Eduardo»). É o tempo do neo-realismo, que Eduardo Lourenço, vindo de campo diferente, procura compreender, ressalvando a distância crítica. Há, no entanto, manifesta ambiguidade em quem se preocupa com a descoberta dos outros. O episódio da passagem da «Vértice» para o grupo neo-realista é ilustrativa da candura, e da confiança pessoal genuína em Carlos de Oliveira e Rui Feijó.

E, nessa demarcação de território, «Heterodoxia» surge como algo de natural. «Um domínio, um território. Que me pusesse fora dos campos delimitados por qualquer ortodoxia, de qualquer género que fosse» (Expresso, 16.1.88). Vitorino Nemésio dirá tratar-se de um livro «juvenil e ardente, concatenado com saber e amor da exatidão, e escrito com um nervo e uma elegância que farão inveja a muitos prosadores brevetados» (Diário Popular, 28.6.50). As reações foram contraditórias – houve quem lesse com entusiasmo e quem julgasse tratar-se de uma traição (mesmo sem profissão de fé anterior)… Hoje admiramo-nos pela clarividência, que o curso histórico confirmaria.

Em 1953 parte. Mas recusa a condição de exilado. É apenas emigrado. «Como é que um homem nascido em S. Pedro de Rio Seco pode ser outra coisa que não português?» (JL, 6.12.86). Não aceita o epíteto de estrangeirado - «Não, não aceito. Fico furioso. Fico desesperado» (Ibidem). De facto o seu método é o de olhar de dentro, mesmo estando de fora. «Exílio verdadeiro, o autor destas reflexões só o conheceu no interior do seu país» (dirá no «Labirinto»). Paris, Hamburgo, Heidelberg, Montpellier, Salvador da Bahia. «Gostei muito de estar na Alemanha. Sobretudo em Heidelberg. Mais tarde arrependi-me de não ter aí ficado…» (Expresso, 23.9.95). Depois, Grenoble, Nice, Vence. Mas E. Lourenço continua atentíssimo ao que se passa em Portugal. São fundamentais os seus textos em «O Tempo e o Modo». Sentem-se, sobretudo depois de 1958, de 1961 e de 1968, os sinais da transição, lenta e com sintomas contraditórios. «O fascismo existiu e com uma perfeição quase absoluta. Mas não existiu nunca como a maioria da oposição democrática o pensou antes do 25 de Abril, e a ela continua a referir-se uma parte da classe política triunfante, simplificando-o com a espécie de violência infantil que se reserva aos papões que deixaram de meter medo». Eduardo Lourenço procura compreender Portugal nesse momento crucial de 1974, em que a liberdade chega com o fim do império. Escreve não para recuperar o país, que não perdeu, mas para o «pensar» com a mesma paixão e sangue-frio intelectual com que pensava quando «teve a felicidade melancólica de viver nele como prisioneiro de alma».

Em «O Labirinto da Saudade», depois de concluir que a imagem ideal de nós mesmos era desadequada da realidade, diz ser chegada «a hora de fugir para dentro de casa, de nos barricarmos dentro dela, de construir com constância o país habitável de todos, sem esperar de um eterno lá-fora ou lá-longe a solução que, como no apólogo célebre, está enterrada no nosso exíguo quintal. Não estamos sós no mundo, nunca o estivemos». A conversão cultural necessária passa sempre por um olhar crítico sobre o que somos e fazemos. E é esse olhar crítico que nos conduz naturalmente aos fatores democráticos e ao humanismo universalista de Jaime Cortesão. E podemos ler a uma luz nova “A Viagem a Portugal” de José Saramago, numa continuidade ibérica (bem presente no Centro de Estudos Ibéricos), tão bem entendida na memória de Miguel de Unamuno em Salamanca.

Como todo o Ocidente tornámo-nos Todo o Mundo e Ninguém. E hoje, em tempo de crise, Portugal, Europa, mundo obrigam a repensar o destino como vontade, seguindo a lição perene de Antero e dos seus… E se falo da célebre geração de 70 é porque Eduardo Lourenço tem no seu código genético de pensador a marca fundamental de uma síntese fantástica que liga o grito dos jovens de Coimbra e do Casino Lisbonense ao impulso futurista do Orpheu, menos no imediato do que no largo prazo, de quem procurou ligar a razão e o mito, o idealismo e o sentimento trágico da vida. E, hoje, acordados à força pela crise, percebemos que esses impulsos que clamam «Indignai-vos!» podem ser úteis. E há dias Eduardo Lourenço empunhava, de novo, o estandarte europeu, sem demasiadas ilusões: «A cada um sua utopia. Utopia por utopia, como europeu desiludido mas não suicida, prefiro ainda a de uma Europa apostada em existir segundo o voto dos que há meio século a sonhavam, não como uma continuidade óbvia de um passado “europeu” sem identidade, mas como uma aposta numa Europa, empírica e voluntariosamente construída pelas “várias europas” que são cada uma das suas nações». Goethe disse-o um dia, e não devemos esquecê-lo. Não é uma pseudo-América de segunda ordem que está em causa, mas uma saída que exige compromisso e ação.

Eduardo Lourenço pensa Portugal como vontade e como comunidade plural de destinos e valores, pondo em diálogo os mitos e a razão e procurando afastar a maldição do atraso. O enigma português, em suma, não pode ser respondido ou encontrado através de qualquer simplificação – ora idealista, ora sentimentalista, ora materialista. E só a heterodoxia permite entender o nosso melting–pot, indo ao encontro da miscigenação, ligando a razão e a emoção, percebendo a alternância cíclica do otimismo e do pessimismo. É a «maravilhosa imperfeição» que o pensador cultiva, ligando-a à complexidade e à diversidade. Sá de Miranda e Herculano representam o mais vale quebrar que torcer. Fernão Mendes Pinto simboliza a imaginação fértil ao encontro do mundo. O Padre Vieira interroga a Deus e invetiva-o. Camilo e Eça retratam as diversas faces da pátria. E a utopia (não fora português o herói de Tomás Morus e também português o braço direito de Sandokan, de Emílio Salgari) torna-se um horizonte de crítica e de exigência, e nunca de fuga à realidade. E Portugal, a Europa e o Mundo ligam-se placidamente no apelo universalista da dignidade humana.

Artífice de uma heterodoxia fecunda, Eduardo Lourenço é hoje uma das consciências culturais, morais e cívicas da Europa contemporânea, ao lado de Edgar Morin, de Claudio Magris ou de Jürgen Habermas. E é com sereno orgulho que o consideramos como consciência crítica da cultura portuguesa na linha de Herculano e de Antero. Não há outra homenagem que possamos fazer. Muito obrigado Eduardo! Continuamos a contar consigo.

El eterno retorno de Borges

Foto de Ferdinando Scianna / Magnum

Artigo de Héctor Abad Faciolince publicado no El País de 13/08/2011

Aun sin haber leído una sola línea de La Ilíada o La Odisea, no hay bachiller que no sepa dos cosas sobre Homero: que era ciego y que probablemente nunca existió. Casi nadie repara en lo contradictorio que resulta darle un atributo real -la ceguera- a algo inexistente. Si no hay Dios, este no puede ser ni furibundo ni misericordioso. No deja de ser paradójico, en todo caso, que se dude de la existencia individual del fundador de la literatura occidental, la más individualista de todas las culturas. O quizá este sea el primer atributo de todos los fundadores: la duda. También para el primer autor de la literatura castellana se prefiere el anonimato, en vez de reconocer que el Poema de Mío Cid lo compuso Per Abad. Si un fabulador se aparta deliberadamente del realismo -como es el caso de Borges- y dedica su vida al quimérico ejercicio de la fantasía, su propia existencia se va contagiando de ensueño y acaba por adquirir cierto cariz fantasmagórico. Cuanto más fantástico e imaginario haya sido aquello que escribió, más fácilmente podrá atribuírsele a su nombre cualquier cosa. El mismo Borges alimentó esa fantasía con su obsesiva insistencia en el azar de la escritura. Si el espíritu sopla donde quiere, un poema magnífico lo puede redactar por igual un genio o un idiota. Así lo entendió Borges desde la advertencia que precede a su primer poemario: "Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor". Así se abre Fervor de Buenos Aires, el mismo libro que un joven de 22 años concluye, en el último poema, con una clara conciencia de lo que le espera: "La corrupción y el eco que seremos". Si el destino de todos, tontos o genios, es la muerte, entonces es verdad que "nuestras nadas poco difieren". Pero no afirma Borges que nuestras nadas sean idénticas. Hay, entre el muerto anónimo y el muerto célebre una diferencia: la nada que hoy es Borges es una nada que se recuerda. Y con esto llegamos a otro tema fundamental de su obra: la memoria. De la memoria exacta proviene aquello que llamamos auténtico, original, canónico, y de la memoria deformada o falseada o falsamente atribuida, viene lo que se llama apócrifo. Borges descreía de la escritura ya perfecta, inmodificable o sagrada. Dejó dicho: "El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio". Hay innumerables testimonios que nos dicen que a Borges le encantaba discutir con legos sus propios poemas, y los iba modificando casi al azar, a las ocurrencias o al capricho de la conversación, para dejar versiones que circulan sueltas por ahí. Estas versiones casuales pueden ser incluso mejores que las versiones canónicas, es decir, "definitivas", o sea las impresas en las últimas ediciones de sus libros. Este dejar su obra abierta a muchas modificaciones, esta insistencia en decir que nada es definitivo en un texto, y que el autor carece de importancia, les ha abierto el camino a muchos impostores que han fingido escribir supuestas obras de Borges, ni siquiera inventándolas, sino manipulando y dañando las existentes. El peligro de lo apócrifo consiste en vincular un nombre -que como todo nombre tiene algo sagrado- con ciertas palabras que a ese nombre no le pertenecen. Citar una tontería como si fuera suya es injuriarlo. Por muy fascinado que esté un hombre por la idiotez, nunca desea que esta le sea atribuida. ¿Quién es Borges, al cabo de esta breve eternidad del cuarto de siglo transcurrido desde su muerte? Pues bien, después de todo, si un hombre es la suma de sus actos, y si los actos de un escritor son lo que escribe, Borges no es otra cosa que aquello que dejó escrito. Borges ya es y será algo que nada tiene que ver con su carne. Borges es y será para siempre sus libros. O, mejor dicho, los libros asociados a su nombre. A mí me ha cabido la dudosa suerte de reivindicar unos pocos sonetos apócrifos como auténticos del gran poeta argentino, y como merecedores de entrar al Libro que componen sus libros. Creo haber demostrado (en Traiciones de la memoria) que esos poemas son auténticos. De ellos citaré solamente dos endecasílabos: "No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre". En esta sentencia reconoce el acento único de Borges cualquiera que haya frecuentado su obra. En ella está presente una de sus máscaras más características: la falsa modestia. Pero recuerden esta máxima de Chamfort: "La falsa modestia es la más decente de todas las mentiras". Esta decente mentira de la modestia con la que que siempre pronunció su nombre, será un motivo más, el último, por el que el nombre de Borges no será olvidado mientras haya lectores.

segunda-feira, 1 de agosto de 2011

Mais informação, menos conhecimento

Texto da autoria de Mario Vargas Llosa, publicado ontem no La Republica:

Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la red; además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.

Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: “Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo”.

Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.

Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.

Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall McLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. McLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.

Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.

No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la “inteligencia artificial” que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado “la mejor y más grande biblioteca del mundo”? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?

No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: “Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos”. Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para “informarse”. Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: “Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros”.

Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer La Guerra y la Paz o el Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?

La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce “la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos”. En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.

Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que –para qué engañarnos– no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la “inteligencia artificial” es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.