Estados Unidos tiene serios problemas en Afganistán. No solo ha perdido la guerra en la se embarcó en 2001, poco después del 11-S, sino que ahora, tras la matanza de Kandahar, la derrota es visible a todos. También ha perdido el contacto con la realidad, embutido en su propaganda. Hasta el presidente afgano, Hamid Karzai, que les debe el trono, se ha atrevido a exigir que las tropas norteamericanas dejen de patrullar en las ciudades, se concentren en sus bases urbanas y se limiten a las zonas rurales. Esto supondría adelantar un año del calendario de retirada.
Karzai habla con la boca pequeña porque su Ejécito, creado, adiestrado y financiado por la OTAN, no tiene (aún) capacidad para derrotar a sus enemigo. Karzai -una marioneta de Washington, según los talibanes- habla para su opinión pública, crispada desde la quema de los Coranes, y ante la que quiere parecer al mando.
Los talibanes, que viven su 'momentum', como dirían los estadounidenses, han suspendido todo contacto, conversación o negociación con el ocupante. Es una estrategia: buscan ganar tiempo, quizá mejorar su posición negociadora. La negociación es la única salida para los estadounidenses: encontrar una puerta que les permita 'vender' que han empatado el partido. A los talibanes no les gusta el fútbol ni los símiles. Solo tienen paciencia; su fin volver al poder en Kabul.
Afganistán es un país montañoso de gente esculpida en el dolor y la resistencia; un país hermoso, tribal y complejo. El único extranjero que conquistó Afganistán y doblegó a los clanes pastunes, etnia que de la se nutren los talibanes, fue Alejadro Magno. Sus tropas cometieron lo que hoy llamaríamos un genocidio. Solo por aplastamiento es posible ganar una guerra en este país. Un diplomático occidental me dijo en 2009: "Afganistán es tan inexplicable que Alejandro entró siendo homosexual y partió casado.
(artigo de Ramón Lobo, publicado no site do jornal El País)
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