Las utopías sociales, esas tentativas –generosas o perversas– de reordenar la sociedad humana de acuerdo a un principio religioso o político, han sembrado la historia de cadáveres. Pese a ello, se han sucedido unas a otras, cada cual más catastrófica que la anterior, de modo que debemos aceptar como un hecho irreversible que los seres humanos necesitamos (y, por tanto, seguiremos buscando) esa sociedad perfecta o mudanza del paraíso a la tierra que cada utopía social se propone realizar.
En el pasado fueron los sarracenos y los cristianos los que combatieron a muerte, entre ellos y dentro de ellos, para purgar al mundo de impíos, infieles, supersticiosos, apóstatas, desviacionistas y bárbaros de toda clase, e imponer una humanidad de fieles purificados y ortodoxos al servicio del verdadero dios y la verdadera religión. Pero las utopías más sanguinarias fueron las del siglo veinte, las ideológicas, que batieron todas las marcas en el número de víctimas y sufrimientos que causaron. El sueño nazi de una humanidad de razas superiores, limpia de judíos, negros, gitanos, de tarados, degenerados, y de pueblos esclavos al servicio del amo ario, provocó el holocausto y una guerra mundial que devastó cinco continentes. La muy generosa utopía comunista de crear una sociedad sin clases y sin explotación del hombre por el hombre no fue menos terrorífica, si se piensa que sólo entre el gulag soviético y la revolución cultural china liquidaron (cálculo conservador) cuarenta millones de personas.
Siempre pensé que la creación de una Europa unida, integrada y sin fronteras, iba a ser la primera tentativa social colectiva que, a diferencia de las otras, no fracasaría y conseguiría su designio de acabar con los nacionalismos que, a lo largo de la historia, enfrentaron en matanzas insensatas a los países y a las culturas que forman el llamado Occidente. Se me objetará que la idea de la Unión Europea no es “utópica”, palabra cargada de irrealidad, sino un proyecto político perfectamente realista y sustentado no en principios religiosos o ideológicos (que son también religiosos aunque pretendan ser laicos) sino en convicciones y conocimientos racionales. Bueno, de acuerdo. En todo caso, se trataba de un proyecto extraordinariamente ambicioso, concebido dentro de la cultura de la libertad, organizado con la flexibilidad y diversidad que garantiza la democracia, y que aseguraría la preservación de las tradiciones, lenguas, usos y costumbres y creencias de todos los países miembros, siempre y cuando, claro está, no trasgredieran las normas esenciales del Estado de Derecho.
Ahora que Europa parece a punto de explotar, conviene tener presente que, con todas las críticas que pueden hacérsele, la Europa a medio hacer que tenemos ha conseguido que el viejo continente viva casi sesenta años ininterrumpidos de paz, pues todos los conflictos bélicos de estas últimas décadas, como el de los Balcanes, ocurrieron siempre fuera de los límites de la Unión. Y que, con todo lo que pueda haber fallado en la construcción de Europa, sus logros han sido también impresionantes. Sólo en el caso de España hay que preguntarse si, sin su incorporación a Europa, la transición española de la dictadura a la libertad y de la pobreza a la prosperidad hubiera tenido lugar con la rapidez y falta de quebrantos políticos con que ocurrió. A pesar de todo ello, la Europa que creíamos unida se resquebraja por todas partes, y muchos europeos se alegran de que así sea pues piensan que el experimento integrador ya fracasó y que será mejor volver a la antigua Europa de las naciones y las fronteras. Eso, hoy día, ya no es una mera hipótesis futurista, es una realidad que puede materializarse pronto, atizada por la terrible crisis económica.
¿Qué falló para que la más generosa e idealista empresa política de nuestro tiempo haya entrado en estado agónico? Se equivocan quienes creen responder a esa pregunta con argumentos técnicos, como que fue una precipitación irresponsable poner al alcance de todos los países miembros a la moneda única, que lo prudente hubiera sido escalonar el ingreso al euro de manera progresiva, abriendo las puertas a los países menos avanzados sólo cuando alcanzaran un coeficiente mínimo de solidez financiera, económica e institucional. Esta explicación confunde el efecto con la causa. Si Europa estuviera de veras unida enfrentaría esta prueba sin poner en entredicho la idea misma de la Unión. Pero, la verdad, este formidable proyecto careció siempre de calor popular, fue gestado por burocracias, gobiernos e instituciones, sin que echara raíces en los ciudadanos de a pie, que los movilizara y entusiasmara porque veían en él un ideal que, de concretarse, beneficiaría a todo el mundo, estimulando el progreso económico, las libertades públicas, la solidaridad y la justicia.
También faltó lucidez para aplicar en las políticas económicas y sociales ese mismo realismo que llevó a los fundadores de Europa a impulsar la unión. Si hay algo que la crisis presente ha demostrado es que no se puede vivir en la ficción, algo que la literatura permite, pero no la política ni la realidad “municipal y espesa”. Los países europeos han creado admirables sistemas de bienestar con una visión inmediatista, sin preguntarse si sería posible financiarlos en el futuro, y se han resistido a vivir de acuerdo a sus posibilidades reales, endeudándose para ello de una manera irresponsable. Así salvaban el hoy sin importarles que ese mecanismo de evasión implicara a mediano y largo plazo desastres como el que ahora padecemos.
Salir de la crisis va a significar drásticas reformas y enormes sacrificios de los que las medidas que acaba de tomar el gobierno español de Rodríguez Zapatero son sólo el primer paso. No hay que engañarse: no hay otra solución. El mal está hecho y ahora sólo cabe corregirlo, atacando la raíz. Lo peor es que la situación actual es propicia para que germine la demagogia y la sinrazón del eslogan, el lugar común y el estribillo prevalezca sobre las ideas y el análisis realista. “No hay que rendirse a los mercados” es una frase acomodaticia que circula últimamente por doquier. Tampoco hay que rendirse a la ley de gravedad, por supuesto, y rebelarse contra ella ha dado algunos excelentes poemas. Volver la espalda a los mercados, me temo, no producirá buena literatura, pero sí, es seguro, empeorará la crisis y acabará por destruir todo el progreso económico alcanzado por los países europeos en los últimos años. Eso lo saben todos los políticos, de izquierda y de derecha, pero no se atreven a decirlo, o lo dicen con tantos remilgos que nadie les cree. La excepción son aquellos grupos extremistas, felizmente por ahora todavía marginales, que quisieran resucitar a Lenin o a Mao, y que, sin que se les caiga la cara de vergüenza, dicen que la Cuba de Fidel Castro ha hecho feliz al pueblo cubano.
Si la Unión Europea se desintegra, los países europeos estarán mucho peor de lo que están ahora, todos, los prósperos como Alemania, Francia y los países nórdicos, y los empobrecidos, como Grecia, Irlanda y España. Por eso, una de las razones más poderosas para salvar a la Unión Europea es que ella, unida, enfrentará mejor la crisis y las políticas para salir de ella, que los países librados a su propia suerte. Por eso, en esta hora difícil, acaso la más difícil que Europa haya vivido desde vísperas de la Segunda Guerra Mundial, hay que cerrar filas en defensa de la Unión, y, en vez de asistir indiferentes a su demolición, movilizarse contra ella, conscientes de que quienes quisieran destruirla son los mismos nacionalistas irredentos, encastillados en sus viejos prejuicios, con las mismas orejeras que, en el pasado, les impidieron prever los cataclísmicos efectos que tendrían, para ellos mismos, sus sueños violentistas. Porque en todo nacionalismo, aun en el que de boca para afuera se muestra más circunspecto y tolerante, anida la violencia contra el otro, el diferente, el que no forma parte de la tribu.
La utopía democrática y liberal que gestó la Unión Europea, si no perece en esta crisis, puede acabar con los nacionalismos, que han envenenado la historia moderna, dividiendo a sus pueblos y enfrentándolos en guerras suicidas, demorando su desarrollo y empobreciendo su cultura. Aunque sólo fuera por eso, habría que salvarla. Pero hay muchas razones más para hacerlo. Como que en esta época, de globalización económica, una alianza o federación europea tiene mucho más oportunidades para competir con eficacia en la conquista de mercados –lo único que de verdad crea trabajo y produce riqueza– que un país aislado a los que una crisis como la actual puede reducir de la noche a la mañana a la insolvencia. Y si la Unión Europea sobrevive, tal vez su ejemplo inspire a otras regiones del mundo, como América Latina y el África, donde las divisiones tribales y nacionales han contribuido más que nada a enquistarlas en el subdesarrollo.
(texto publicado hoje no jornal La República, de Lima)
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