"El Perú tiene en estos días una oportunidad para dar
un paso más en el camino de la cultura de la libertad, dejando atrás una de las
formas más extendidas y practicadas de la barbarie, que es la homofobia, es
decir, el odio a los homosexuales. El congresista Carlos Bruce ha presentado un
proyecto de ley de Unión Civil entre personas del mismo sexo, que cuenta con el
apoyo del Ministerio de Justicia, la Defensoría del Pueblo, de las Naciones
Unidas y de Amnistía Internacional. Los principales partidos políticos
representados en el Congreso, tanto de derecha como de izquierda, parecen
favorables a la iniciativa, de modo que la ley tiene muchas posibilidades de
ser aprobada.
De este modo, el Perú sería el sexto país
latinoamericano y el 61 en el mundo en reconocer legalmente el derecho de los
homosexuales de vivir en pareja, constituyendo una institución civil
equivalente (aunque no idéntica) al matrimonio. Si da este paso, tan importante
como haberse por fin librado de la dictadura y del terrorismo, el Perú
comenzará a desagraviar a muchos millones de peruanos que, a lo largo de su
historia, por ser homosexuales fueron escarnecidos y vilipendiados hasta
extremos indescriptibles, encarcelados, despojados de sus derechos más
elementales, expulsados de sus trabajos, sometidos a discriminación y acoso en
su vida profesional y privada y presentados como anormales y degenerados.
Ahora mismo, en el previsible debate que este proyecto
de ley ha provocado, la Conferencia Episcopal Peruana, en un comunicado
cavernario y de una crasa ignorancia, afirma que el homosexualismo “contraría
el orden natural”, “atenta contra la dignidad humana” y “amenaza la sana
orientación de los niños”. El inefable arzobispo primado de Lima, el cardenal
Cipriani, por su parte, ha pedido que haya un referéndum nacional sobre la
Unión Civil. Muchos nos hemos preguntado por qué no pidió esa consulta popular
cuando el régimen dictatorial de Fujimori, con el que fue tan comprensivo, hizo
esterilizar manu militari y con pérfidas mentiras a millares de campesinas
(haciéndoles creer que las iba a vacunar), muchas de las cuales murieron
desangradas a causa de esta criminal operación.
Hace algunos años, me temo, una iniciativa como la del
congresista Carlos Bruce (quien, dicho sea de paso, acaba de ser amenazado de
muerte por un fanático) hubiera sido imposible, por la férrea influencia que
ejercía el sector más troglodita de la Iglesia católica sobre la opinión
pública en materia sexual, y, aunque en la práctica el homosexualismo fuera la
opción ejercida por una franja considerable de la sociedad, este ejercicio era
riesgoso, clandestino y vergonzante, porque, quien se atrevía a reivindicarlo a
cara descubierta, era objeto de un instantáneo linchamiento público. Las cosas
han cambiado desde entonces, para mejor, aunque todavía quede mucha maleza por
desbrozar. Veo, en el debate actual, que intelectuales, periodistas, artistas,
profesionales, dirigentes políticos y gremiales, oenegés, instituciones y
organizaciones católicas de base se pronuncian con meridiana claridad contra
exabruptos homófobos como los de la Conferencia Episcopal y los de alguna de
las sectas evangélicas que está en la misma línea ultra conservadora, y
recuerdan que el Perú es constitucionalmente un país laico, donde todos tienen
los mismos derechos. Y que, entre los derechos de que gozan los ciudadanos en
un país democrático, figura la de optar libremente por su identidad sexual.
Las opciones sexuales son distintas, pero no normales
y anormales según se sea gay, lesbiana o heterosexual. Y, por eso, gays,
lesbianas y heterosexuales deben gozar de los mismos derechos y obligaciones,
sin ser por ello perseguidos y discriminados. Creer que lo normal es ser
heterosexual y que los homosexuales son “anormales” es una creencia
prejuiciosa, desmentida por la ciencia y por el sentido común, y que sólo
orienta la legislación discriminatoria en países atrasados e incultos, donde el
fanatismo religioso y el machismo son fuente de atropellos y de la desgracia y
sufrimiento de innumerables ciudadanos cuyo único delito es pertenecer a una
minoría. La persecución al homosexual, que predican quienes difunden sandeces
irracionales como la “anomalía” homosexual, es tan cruel e inhumana como la del
racismo nazi o blanco que considera a judíos, negros o amarillos seres
inferiores por ser distintos.
La unión civil es, claro está, sólo un paso adelante
para resarcir a las minorías sexuales de la discriminación y acoso de que han
sido y siguen siendo objeto. Pero será más fácil combatir el prejuicio y la
ignorancia que sostienen la homofobia cuando el común de los ciudadanos vean
que las parejas homosexuales que constituyan uniones civiles conformadas por el
amor recíproco no alteran para nada la vida común y corriente de los otros,
como ha ocurrido en todos (todos, sin excepción) los países que han autorizado
las uniones civiles o los matrimonios entre parejas del mismo sexo. Las apocalípticas
profecías de que, si se permiten parejas homosexuales, la degeneración sexual
cundirá por doquier ¿dónde ha ocurrido? Por el contrario, la libertad sexual,
como la libertad política y la libertad cultural, garantiza esa paz que sólo
resulta de la convivencia pacífica entre ideas, valores y costumbres
diferentes. No hay nada que exacerbe tanto la vida sexual y llegue a
descarriarla a extremos a veces vertiginosos como la represión y negación del
sexo. Sacudida como está por los casos de pedofilia que la han afectado en casi
todo el mundo, la Iglesia católica debería comprenderlo mejor que nadie y
actuar en consecuencia frente a este asunto, es decir, de manera más moderna y
tolerante.
Yo creo que eso es una realidad de nuestros días y que
cada vez más hay en el mundo católicos —laicos y religiosos— dispuestos a
aceptar que el homosexual es un ser tan normal como el heterosexual y que, como
éste, debe tener un derecho de ciudad, poder formar una familia y gozar de las
mismas prerrogativas sociales y jurídicas que las parejas heterosexuales.
La llegada al Vaticano del Papa Francisco comenzó con
muy buenos síntomas, pues los primeros gestos, declaraciones e iniciativas del
nuevo Pontífice parecían augurar reformas profundas en el seno de la Iglesia
que la integraran a la vida y la cultura de nuestro tiempo. Todavía no se han
concretado, pero no hay que descartarlo. Todos recordamos su respuesta cuando
fue interrogado sobre los gays: " ¿Quién soy yo para juzgarlos? " Era
una respuesta que insinuaba muchas cosas positivas que tardan en llegar. A
nadie —tampoco a los que no somos creyentes— conviene que, por su terca
adhesión a una tradición intolerante y dogmática, una de las grandes Iglesias
del mundo se vaya alejando del grueso de la humanidad y confinándose en unos
márgenes retrógrados.
Eso le está pasando en el Perú, por desgracia, desde
que su jerarquía ha caído en manos de un oscurantismo agresivo como el que
encarna el cardenal Cipriani y transpira el comunicado contra la Unión Civil de
la Conferencia Episcopal. Digo, por desgracia, porque, aunque sea agnóstico, sé
muy bien que, para el grueso de la colectividad, la religión siempre es
necesaria, ya que ella le suministra las convicciones, creencias y valores
básicos sobre el mundo y el trasmundo sin los cuales entra en aquel
desconcierto y zozobra que los antiguos incas llamaban “la behetría”, esa
desolación y confusión colectivas que, según el Inca Garcilaso, padeció el
Tahuantinsuyo en ese período en que pareció que los dioses se le eclipsaban.
Yo tengo la esperanza de que, contra lo que dicen
ciertas encuestas, la ley de la Unión Civil, por la que se acaban de manifestar
en las calles de Lima tantos millares de jóvenes y adultos, será aprobada y el
Perú habrá avanzado algo más hacia esa sociedad libre, diversa, culta
—desbarbarizada— que, estoy seguro, es el sueño que alienta la mayoría de
peruanos."
Mario Vargas Llosa no El País de 20 de abril
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