Reconstrução
do mural de Fernand Léger e Charlotte Perriaud para o Pavilhão de Agricultura
da Exposição Internacional de Paris de 1937, intitulado "Felicidade
essencial, prazeres novos"
A lo largo de los siglos, el arte ha mantenido
una relación muy estrecha con el poder, aunque no haya sido todo lo fluida que
este último hubiese deseado. Con la reivindicación moderna de la autonomía artística
y la consolidación romántica del artista como alguien que está fuera de la
sociedad, el arte no solo parecía apartarse del statu quo, sino que, en buena medida, antagonizaba con él.
Los Gobiernos totalitarios de los años treinta
fueron muy conscientes de la importancia de la cultura. Como había teorizado
Antonio Gramsci, la hegemonía cultural era un paso necesario para obtener el
dominio político. El arte debía mostrar el triunfo de ese poder, inculcar sus
valores y, por tanto, ser pedagógico, cuando no directamente propagandístico.
Los totalitarismos eran populistas y buscaban la identificación emocional de la
masa con el líder, no el cuestionamiento de su autoridad. Ello, sin duda,
chocaba con una modernidad fundada en la experimentación y la ruptura, y que se
orientaba hacia un público capaz de rebatir las ideas recibidas.
Los autoritarismos fueron esencialmente
teatrales. Aunque la construcción de las grandes avenidas para los desfiles
oficiales arranca del siglo XIX, los edificios que simbolizaban el patriotismo
nacionalista y las coreografías en espacios abiertos se incrementaron en este
periodo. El ritual y la ceremonia se apoderaron de los actos públicos, diseñados
para una audiencia cautiva. Del mismo modo, las ferias internacionales y
universales tuvieron una significación inusitada, eran lugares privilegiados
por el poder para medir sus fuerzas en el plano simbólico. La Exposición
Internacional de 1937, en París, exteriorizaba los síntomas de una guerra
cultural que pronto se iba a convertir en militar. La confrontación explícita
entre el pabellón soviético, concebido por Borís Iofán, y el alemán, ideado por
Albert Speer, reflejaba la continuidad existente entre arte y guerra.
Uno de los autores que mejor entendió y criticó
la dimensión teatral de las dictaduras fue Bertolt Brecht, que aspiraba a
desteatralizar la sociedad a través del propio teatro. Cuestionó sus reglas,
puso en evidencia la presencia del actor y la trama, interrumpió el relato y
urgió al espectador a que lo hiciese suyo porque así lo transformaba. De ahí
que Brecht no se dirigiese a la masa, ni a un público que “piensa sin razón”,
sino a aquel que se involucra poética y políticamente. La propaganda oficial
basaba su estrategia en una estetización de la política, cuya función consistía
en ocultar los problemas y contradicciones del sistema, no en revelarlos. El
teatro de Brecht, en cambio, es político ya que se halla inmerso en la sociedad
y actúa en ella como arte.
Nuestra percepción de los años treinta se ha
visto condicionada por los grandes conflictos políticos. Hemos asumido con
demasiada facilidad que, en términos estéticos, este momento no representaba un
gran avance: la modernidad habría agotado su repertorio tras el flujo
prolongado de invenciones de las dos primeras décadas. Por el contrario, para
los artistas, no era tan importante la superación de lo anterior, como la
creación de espacios de resistencia y la confrontación con un presente que
banalizaba la cultura y legitimaba la opresión. Los medios de comunicación y
las nuevas tecnologías habían adquirido una importancia desconocida hasta
entonces; y la cultura parecía secuestrada por el discurso oficial, que a
menudo compaginaba esta tecnología con una sintaxis y un vocabulario modernos,
como demuestran los filmes de Leni Riefenstahl. La modernidad se enfrentaba a
sus propios fantasmas, en un complejo entramado de utopías y realidades
sociales que se había iniciado en la segunda mitad del siglo XIX y que ahora
entraba en conflicto. Se hacían necesarias nuevas estrategias artísticas que,
por su propia naturaleza, escapaban a los criterios formales. El aparente
eclecticismo de la época, que permite a autores como Pablo Picasso, Julio González
y otros combinar el realismo con la abstracción o el surrealismo, oculta que
sus obras desarrollaron algunos de los aspectos más importantes de la
modernidad, como su carácter relacional, su capacidad de interpelación, su
anti-idealismo radical o su dimensión lingüística.
(artigo da autoria de Manuel Borja-Villel (Diretor do Museo Reina Sofía), publicado no site do jornal El País)
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